¿Quién manda en el DRNA?

Por Víctor Alvarado Guzmán
Secretario Asuntos Ambientales, PIP
El Departamento de Recursos Naturales y Ambientales (DRNA) es, en teoría, la agencia que tiene la responsabilidad de proteger los ecosistemas más valiosos de Puerto Rico. Sin embargo, la pregunta que surge a raíz de los últimos acontecimientos es inquietante: ¿quién manda realmente en el DRNA?
El actual secretario, Waldemar Quiles Pérez, se ha visto en el centro de decisiones que ponen en duda hasta dónde llega su autoridad. La más reciente se relaciona con la muerte de tres manatíes en Salinas desde que comenzó el 2025. Quiles, alarmado por el impacto que tienen las motoras acuáticas (jet ski) sobre esta especie en peligro de extinción, delegó la redacción de una orden administrativa para prohibir el uso de estos vehículos en esa zona.
La medida, que tiene un fin loable, busca reducir las lesiones que sufren los manatíes por choques con hélices de motoras acuáticas que circulan a exceso de velocidad. La Ley de Navegación y Seguridad Acuática ya establece un límite máximo de cinco millas por hora en marinas y áreas de anclaje, precisamente para evitar oleajes que afecten a embarcaciones y fauna marina.
No obstante, según el propio Quiles, hay quienes hacen caso omiso y ponen en riesgo tanto la vida marina como la seguridad de otras personas. Además, la falta de personal que aqueja al DRNA es un obstáculo para atender la situación y expedir las multas requeridas por las infracciones en el mar.
“Esto nos debe tomar un tiempo razonable y recibir el visto bueno de más arriba”, reconoció el secretario al anunciar la iniciativa. Esa frase —“más arriba”— revela una dinámica poco discutida: el jefe de Recursos Naturales no decide por sí solo. Sus disposiciones deben pasar por un filtro de supervisores superiores. Pero ¿quiénes son y en qué momento se convierten en un poder prominente dentro de la agencia?
En la práctica, el DRNA parece operar bajo una jerarquía donde el secretario no siempre tiene la última palabra. La pregunta clave es si esas instancias “más arriba” responden a criterios técnicos de conservación ambiental o a presiones políticas y económicas. La tensión entre lo legal, lo ambiental y lo político es una constante en la historia reciente de esta dependencia.
Un ejemplo claro se dio a inicios de este mismo año, cuando Quiles firmó la Orden Administrativa 2025-01 que legalizó las casetas construidas ilegalmente en la Parguera, en Lajas. Estas estructuras, levantadas sobre terrenos marítimo-terrestres, han sido objeto de controversias legales y ambientales durante décadas. Organizaciones ambientales, expertos en derecho y hasta informes legislativos habían coincidido en que muchas de esas casetas representan una ocupación ilegal de bienes de dominio público.
La decisión de Quiles, más que resolver el problema, lo profundizó. Para sus críticos, fue una medida política que abrió la puerta a la privatización encubierta de áreas naturales, beneficiando a grupos con poder económico y conexiones políticas, como el caso de los suegros de la gobernadora Jenniffer González Colón.
Esa experiencia en la Parguera genera dudas sobre la nueva orden propuesta para la bahía de Salinas. ¿Será verdaderamente un ejercicio de facultad para proteger al manatí o terminará diluyéndose en el laberinto de aprobaciones “de más arriba”? La respuesta no es clara. Lo que sí está sobre la mesa es que, incluso cuando Quiles expresa determinación —“no tengo miedo en ejercerla, que me lleven a corte”—, admite que depende de un aval jerárquico.
El caso de las motoras acuáticas también plantea otro dilema: mientras se intenta restringir su uso en un área crítica para los manatíes, se mantiene libre la circulación de botes en la misma bahía. Algunos sectores ya anticipan que esta diferencia podría interpretarse como discriminatoria o inconsistente, lo que añade más presión política y legal a la medida.
Lo que ocurre en el DRNA es un reflejo de la fragilidad institucional en Puerto Rico. Una agencia llamada a ser guardiana de la naturaleza opera bajo sombras de presiones externas, conflictos internos y decisiones administrativas que no siempre responden al interés público. Cuando un secretario admite que sus órdenes requieren aprobación “más arriba”, se diluye la idea de que la protección ambiental está en manos de quienes se supone lideran esa misión.
Por eso la pregunta inicial cobra más fuerza: ¿quién manda realmente en el DRNA? Mientras no se aclare esa línea de mando, las decisiones sobre el futuro de nuestras playas, bosques, arrecifes y especies en peligro seguirán siendo rehenes de intereses ajenos a la conservación. Y eso, en un país que depende tanto de su entorno natural, es un riesgo demasiado grande.